En el año dos mil estuve al frente de la organización de un evento de tecnología en mi universidad. Fue algo en grande y por ende, lleno de aciertos que recuerdo con mucho orgullo y errores que moldearon mucho de mi camino hacia el emprendimiento.

Tener veinte años. Estar a esa edad al frente de decenas de compañeros universitarios voluntarios y de un gran presupuesto fue revelador, por decir lo menos. El asunto cambió mi vida porque gracias a ello aprendí que esto de levantar la mano y decir “yo me hago cargo” era una de mis ventajas naturales. No sé utilizar programas sofisticados para diseñar hardware, no sé programar con buenas prácticas, no sé matemáticas ni física a profundidad, no sé reparar un auto, un aire acondicionado, una televisión. Así que en el momento en que entendí que tenía preinstalado en mi sistema operativo personal esto de echar a andar y culminar grandes proyectos, decidí impulsarlo con todo mi cuerpo y alma para conseguir una genuina oportunidad de excelentes resultados en mi vida.

“Yo me hago cargo” es una filosofía muy tonta cuando no sabes realmente en lo que te estás metiendo. Al día de hoy ignoro si hay alguna manera de poder crecer evitando esta etapa de ejecutar sin el entendimiento total del asunto en el que te estás involucrando.

Recuerdo que una de las actividades a mi cargo como jefe de toda la organización de aquel gran evento internacional era dar una conferencia de prensa a todos los medios. Hicimos las invitaciones, conseguimos una linda sede y me senté en el espacio asignado que mis colaboradores habían preparado para que todo luciera genial. Todavía siento emoción de pensar en el comportamiento enfocado y profesional que mis compañeros universitarios y yo demostramos. Ésta y otras actividades de este estilo son llamadas tontamente “extra-curriculares” cuando realmente son las más formativas y en las que todo estudiante debería embarcarse.

Nunca había estado en una conferencia de prensa. Mucho menos había sido encargado de lidiar con reporteros. Las autoridades de mi institución me indicaron que debía explicar en términos claros y breves el objetivo del evento, compartir el impresionante CV de algunos de los conferencistas magistrales que iban a participar, agradecer a los patrocinadores y listo. Eso hice y al final consulté con los asistentes si tenían alguna pregunta.

Nadie levantó la mano.

Bien. Me puse de pie y bajé del estrado. A continuación, todos los reporteros se arrojaron sobre mí como pirañas. Veinte años. Sin entrenamiento de relaciones públicas. Sorprendido porque dos segundos antes nadie había mostrado interés en preguntarme algo sobre el evento y ahora tenía a un par de decenas de micrófonos y cámaras exigiéndome más detalles.

Contesté lo mejor que pude y ahí vino mi primera lección del mundo de las noticias.

No importa lo que digas a un reportero. No importa lo que creas que estás explicando. No importa lo que hayas compartido ni el nivel de claridad que tenga tu información. El periódico, la radio, la televisión, la revista, el portal van a publicar de forma predeterminada la versión más cercana a lo sangriento posible. En el mejor de los casos, lo que van a exponer de lo que hayas dicho serán imprecisiones y en el peor, mentiras.

Ese día de mi primera conferencia de prensa como universitario, mis compañeros voluntarios a cargo de organizar la asistencia de los medios llegaron puntuales a la sede, prepararon todo y se relajaron en lo que los directivos de nuestra escuela y yo llegábamos para presentar el evento. En esos instantes, varios reporteros arribaron al lugar. Habían galletas y café, así que las conversaciones entre nuestro staff y los periodistas emergieron naturalmente.

Al día siguiente de la conferencia de prensa, la peor foto posible de mí apareció en el diario de mayor circulación en la ciudad. Despeinado. En ángulo nada favorecedor. Boca abierta. Rostro desfigurado. ¿El encabezado de la nota? “Los ingenieros nos dejaron solitos”. El reportaje decía que la organización del evento estaba teniendo problemas porque los maestros no nos apoyaban y que todo el esfuerzo y la gloria de organizar un evento internacional era exclusivamente de nosotros los estudiantes. Puedes imaginar lo popular que esto me volvió entre los profesores y personal de la universidad. Yo jamás dije eso. Y la nota —para ser justos— no decía que yo era el que había hecho los comentarios, pero sí incluía mi nombre como el coordinador general de todo este relajo. Tampoco citaba la fuente. Después me enteré que una compañera encargada de ayudar con la conferencia de prensa había platicado con uno de los reporteros quien en modo campechano comía galletas, bebía café y hacía preguntas disfrazadas como curiosidad casual. Para ella era sólo una charla para pasar el rato y ser cordial con un asistente al que tenía que tratar bien. Para él, era aprovechar el descuido de una joven universitaria que desconocía que le estaban extrayendo chismes que él enseguida iba a vender como “información”.

Este es el ejemplo más drástico y directo que te puedo compartir de mi relación con el mundo de las noticias. Pero no ha sido el único. Fue mi primera experiencia y resultó determinante para comprender lo que años después se volvió claro para mí: las noticias no son fiables. No lo son. Pon frente a tu radar intelectual el nombre del medio que consideres más prestigioso y entiende que están taladrándote la visión que les conviene.

Esto no es para hablar de la teoría de la conspiración donde todos los que trabajan en medios de comunicación son malos y tienen diseñado un macabro plan de control global para esclavizar nuestras mentes.

Esto es para decirte que, no sé, que entre más exposición voy teniendo a diferentes actores del mundo —empresarios, colaboradores, reporteros, políticos, influencers, etcétera— más me asombra la cantidad de desconocimiento que podemos tener sobre cómo se mueven en realidad las cosas. Es muy diferente lo que ves en las películas o lees en alguna novela contra lo que ocurre en el campo de acción verdadero. Ya sé que sueno ingenuo. Muchas podrán decir “esto es obvio, Aarón, las personas son así y asá”. Pero que algo sea obvio jamás ha significado automáticamente que consideremos seriamente actuar sobre ello. Piensa en la obviedad de la crisis existencial que representa para la humanidad el cambio climático y ni tú ni yo dedicamos muchos segundos al día ocupados en solucionar esto.

El mundo es complejo. Claro. Y todo existe en escala de grises, pero insistimos en ser presas de los extremos que nos seducen a pensar que lo “correcto” y lo “incorrecto” está bien definido. Polarizarnos en modo total contra o a favor de algún político —por ejemplo— es señal perfecta de que nuestra mente ha sido derrotada y conquistada. Va de nuevo. En cámara lenta. Con amor. Con cariño. Cuando estamos apasionadamente a favor o en contra de algún político, nuestra mente ha sido derrotada y conquistada. No son nuestros pensamientos, aunque gritemos y creamos que sí. No, no, no estamos pensando bien. Podemos creer que nuestro entendimiento es virtuoso y superior. Podemos justificarnos creyendo que nosotros somos inteligentes y superiores y podemos ver claramente lo malo/bueno que “los otros” no pueden apreciar/despreciar de ese tirano/salvador al que atacan/apoyan.

La mejor herramienta que podemos cultivar para reconquistar nuestra mente es asignarle gradualidad a todo como comportamiento predeterminado. En lugar de amar u odiar algo al cien por ciento rápidamente, sé ecuánime y disfrútalo o detéstalo con moderación, dejando espacio para navegar a tu conveniencia hacia el otro lado del espectro. Dicen que la verdadera inteligencia es la capacidad de sostener desapasionadamente ideas opuestas en nuestra cabeza. Si te gustan mis artículos y conectas emocionalmente conmigo, no deberías regalarme automáticamente un valor positivo como ser humano. Desconoces muchas peculiaridades que me hacen desagradable. Y no tienes un contexto prístino de mi realidad, así que no puedes saber si mi agenda de prioridades —si mi gran juego a largo plazo— coincide y suma a tus objetivos personales.

Probablemente sí.

Probablemente no.

Y así en todo y con todos.

No aplaudas en automático. Sigo a Elon Musk. Me encanta su visión y ejecución, pero dudo que sea el mejor ser humano del planeta. Me esfuerzo en criticarlo a diario —y confieso que todavía encuentro bastante difícil esto. Abandonar mi status de fanboy es un esfuerzo emocional terrible porque construir la pirámide de la admiración que le dediqué implicó esfuerzo. Contraatacar automáticamente a “los otros” que “no pueden ver” lo que yo sí “veo” del CEO de SpaceX me hace sentir inteligente, superior. Y destruir voluntariamente esos sentimientos es una batalla cruel contra mi ego que me dice que yo estoy bien, en lo correcto, que debo seguir pensando así como lo hago.

Cuando tu mente ha sido derrotada y conquistada, entiende que quien capituló primero fue tu ego.
 Y ahora lo disfraza y de manera infiltrada finge trabajar para ti pero en realidad su lealtad ya está en otras coordenadas.

Desarrolla un cinismo saludable: esa capacidad de no creer automáticamente en la bondad y positivo de los demás.

Desarrolla un entusiasmo saludable: esa capacidad de ver buenas ideas, logros y oportunidades en lo que promueven aquellos que detestas.

Y aprende a ir caminando por la vida combinando ambas habilidades.

Hazte cargo de tus pensamientos.

Ecuanimidad. Enfoque. Largo plazo.

Sé audaz. Y selo ahora.

—A.