Los ninjas mataron a todos en la aldea. Uno de ellos lanzó un shuriken directo a la frente de un niño. En esa escena, vomité. Tenía seis años y estábamos estrenando la videocasetera formato Betamax en casa a mediados de los ochentas.
Desde esa noche, pasé mucho tiempo con miedo que los ninjas llegaran a mi ciudad. No hay manera de calibrar la imaginación de un niño, así que la mía volaba salvajemente. Caía dormido vigilando la barda de nuestra patio que podía ver desde mi ventana.
Un día, confesé a mis papás mi terror. De todo lo que me explicaron, lo único que recuerdo es que China y Japón estaban muy lejos y esa era la razón por la cual los ninjas no iban a llegar acá. No me tranquilizó mucho, pero era mejor esa esperanza a nada.
Algunos años después, superé ese miedo y comencé a tener otros. Y así he vivido toda mi vida, con lo que Séneca resumió muy bien:
“A menudo estamos más asustados que heridos, y sufrimos más en nuestra imaginación que en la realidad”.
Cuando mi gran amor de universidad se fue, sentí que el mundo se derrumbaba. Así me pasó en otras relaciones. En la raíz de mi dolor, descubrí que lo que más me impactaba era la pena de decir al mundo que tal vez había algo mal conmigo porque mi pareja había decidido alejarse.
A los seis años, ves los miedos de los bebés como cosas tontas. A los doce, ves los miedos de los de seis igual. A los veinte, te ríes de todos ellos. Los de treinta sabemos que lo que le preocupa a los de veinte son tonterías. A los cuarenta, entendemos que ninguno de ellos tiene problemas en realidad.
Nos fascina el drama. Somos adictos a él porque se siente bien, es placer invertido en nuestro estómago. Y buscamos reproducirlo con miedos ficticios. Para combatir los miedos que hoy tengo, me digo a diario que en veinte años entenderé que lo que hoy me asusta es irrelevante.
También «me salgo de mí mismo» y aprecio que no soy el centro del universo y que mis problemas no son ni grandes ni importantes, que lo que me gusta tontamente hacer es magnificarlos para sentirme protagonista y conseguir atención.
La mayoría de las veces, esta plática motivacional conmigo mismo funciona, pero tiene que ser constante para que el efecto perdure. Cuando dejo de empujar en mí este discurso, de repente tengo encima a todos mis miedos ficticios que saben ganar terreno rápidamente.
Otra técnica que me sirve para pelear contra mis miedos es un inventario constante de lo que tengo a favor. Cosas como «salud», «inteligencia», «tiempo» y así son clave. Muchas veces no las aprecio en su totalidad. Cuando no tengo estos recursos, todo lo demás resulta ser inservible.
Los miedos son como el interés compuesto: si los olvido pero los dejo ahí acumulándose, cuando menos lo espero, tengo una avalancha de ellos frente a mí. ¿Qué alimenta mis miedos? Noticias. Redes sociales. Relaciones pesimistas/negativas. Evito todo esto siempre.
Algunos miedos que he dejado atrás se transforman en pesadillas ocasionales que al despertar me hacen reír. Por ejemplo, mi retraso para finalizar la universidad y que nunca obtuve diploma de ingeniero eran fuente de preocupación, creía honestamente que por ello iba a fracasar en la vida.
En resumen: sufrimos porque nos encanta la adicción al drama más que por condiciones reales. Tenemos muchas cosas a favor a las que no damos un gran peso. Casi nada importa. Debemos mantener a raya el combustible de los miedos.
Sin miedo.
Cero dramas.
Ecuanimidad. Enfoque.
La gloria está en el largo plazo.
Disciplina emocional.
Dureza mental.
Sé audaz. Y selo ahora.
—A.