La veo a la distancia y me invade la necesidad de invitarla a tomar algo.

Tal vez voy a resultar un perfecto impertinente. Ella es una mesera y seguramente debe ser cansado y aburrido recibir una invitación a tomar algo cuando todo el día está sirviendo bebidas a tipos como yo.

O igual no. Igual le gusta la idea y decide salir conmigo.

Incluso podría enamorarse de mí.

Y preparar mis bebidas y comidas por lo que resta de la eternidad.

En esa parte me detengo. Ella llega, acomoda todo lo que hay que acomodar en la mesa y sonríe. No es una sonrisa coqueta. Es una especie de sonrisa con curiosidad contenida, como preguntando en silencio por qué la veo tanto y quién demonios soy.

Disminuyo la intensidad de mi mirada. No quiero hacerla sentir incómoda.

Es víspera de Navidad.

¿Las meseras guapas trabajan en Navidad?

¿Las meseras guapas aceptan invitaciones de los comensales?

Regresa con mi orden y con una sonrisa muy coqueta.

Ahora creo que está locamente enamorada de mí.

O no. A lo mejor alguien contó un buen chiste en la cocina y su sonrisa es el residuo del buen momento a media jornada laboral. Es una sonrisa que no me pertenece.

La pierdo de vista por unos instantes. Volteo lo más discretamente posible que un tipo soltero enamorado de una mesera guapa puede hacerlo. La encuentro. Allá va, nuevamente, hacia esa puerta de la cocina. Para un simple comensal como yo, ese espacio es como el maldito limbo. Es de esos lugares de los que uno conoce su existencia para al cual no se puede llegar nada más así como así.

Intento ignorar la situación. Comienzo a comer, a beber.

La verdad es que mi corazón llora. La mesera guapa no está.

De repente,
«¿Todo bien, guapo?»

«Sí, preciosa. Estaba pensando, ¿a qué hora sales?»

«Mmm… ¿por qué? ¿me vas a invitar a algún lado?»

Mi celular vibra.

Despierto de mi ensueño.

Ella sale de la cocina. La entretiene una pareja con estilo en una mesa a trescientos dieciocho kilómetros de mí. Apunta algo en la libretita mágica de los deseos y órdenes. Levanta la mirada un par de veces. Me está viendo. Sí. Me está viendo. En su camino a otra mesa se da el tiempo para secretear con su mejor amiga, otra mesera de ojos bonitos y actitud campechana. Se separan y la campechana voltea hacia mí. Con ello demuestra que la discreción no es parte del entrenamiento que las meseras guapas reciben donde sea que las entrenen.

Termino con mi bebida. Quiero otra. Busco a mi mesera, quien en mi mente ya es mi mujer, mi amor.

Ella llega y me pregunta si quiero otra igual. «Sí», respondo y contengo mis labios para no decirle que la amo.

De alguna forma, algo de ese “te amo” escapa y ella consigue atraparlo.

A punto de dar la media vuelta e ir por mi bebida detiene sus pasos y pregunta en el tono más casual que encuentra si es la primera vez que voy a ese café.

«Sí», y tal parece ser lo único que sé decir.

Ella me dice que con razón mi cara no le resulta conocida.

Mereces perder tu reino si una puerta de ese tamaño se abre y no la aprovechas.

Me armo de valor y le pregunto su nombre. Ella me lo dice. Yo digo algo ingenioso y ella ríe un poco de forma tonta. Me pregunta si quiero algo más. Le digo que por el momento sólo la bebida. Me dice que va por ella. Le digo que la espero y sonrío lo más madura y eclécticamente posible que puedo. No es fácil, sobre todo si el corazón te está dando tumbos.

¿Las meseras guapas coquetean con tipos como yo para aumentar su propina?

¿Las meseras guapas usan siempre la misma pregunta para comenzar el ligue?

Estoy paranoico. Ella simplemente intenta ser agradable en respuesta a que yo estoy siendo un buen cliente. Eso es todo.

La bebida se materializa y aprovecho para hacerle una pregunta irrelevante acerca del menú. Luego otra pregunta estúpida sobre el horario. Luego así. Luego asá. Frases más, frases menos, ya sé su nombre y tengo la casi certeza total de que me ama y que quiere casarse conmigo.

O que al menos salir a tomar algo no le molestaría.

Es invierno y sé que Santa Claus existe. A veces adelanta sus regalos y uno los toma por casualidades, golpes de suerte, coincidencias y milagros.

Hoy es uno de esos días.


Tomó un poco más de tiempo pero lo logré.

Todo ocurrió en primavera.

Si antes iba al restaurante tres veces por semana en ese entonces comencé a ir a diario. Su sonrisa coqueta ya era permanente, justo como una onda senoidal rebelde que desea mantenerse en un solo estado de alto voltaje.

Tenía que ser en la primavera.

El día que tomé valor para decirle que me quería casar con ella fue el día que recordé que primero debía invitarla a salir. Fue el día en que coincidentemente ella tomó la iniciativa.

«¿Te puedo preguntar por qué vienes todos los días?, ¿no es muy caro?»

Y comencé a describir las enormes ventajas de no tener que cocinar en casa, de estar rodeado de gente en un restaurante, de disfrutar de mi tiempo libre a diario sentado en la misma mesa.

Pure bullshit.

Sé que no creyó ninguna de mis palabras, pero al menos apreció mi intento por lucir convincente. Rió de mis tonterías. Luego usó sus largos y finos dedos para tocar mi hombro.

She’s electric.

Me gusta verla andar de mesa en mesa. Me concentro en su nuca, en su cuello, en sus hombros.

Luego voltea, rompe mi concentración y a cambio me regala esa sonrisa.

Ese día al pedir la cuenta le dije,

«La próxima es mi turno de hacer preguntas».

Me miró fijamente y volvió a tocar mi hombro. De nuevo fue electrificante. Si una onda eléctrica que recorre tu cuerpo desde el nivel mitocondrial de tus células cerebrales hasta la última mota microbiana de mugre en la uña de tu dedo gordo del pie no es una señal de que el amor está parado frente a ti, entonces el amor no existe.

Nada más que sí, sí existe.

«¿Y eso cuándo será?», preguntó.

«Pues cuando te vea de nuevo».

«¿Vendrás mañana?»

«No lo sé».

Ahora bien, me explico: esta última respuesta intentaba ser una especie de broma, ya que las últimas seis semanas habían visto mi asistencia diaria religiosa a aquel café. Aprendí incluso sobre sus días de descanso. De cualquier forma iba por aquella poderosa fuerza de la costumbre y por la inexpugnable esperanza de que alguna otra de las meseras enfermase y ella tuviese que cubrir el turno, lo cual nunca ocurrió.

Ella pareció no entender el sarcasmo de mi comentario y usó su hermoso rostro para denotar decepción.

¿Decepción porque yo —el tipo más ordinario del planeta— no iba a ir al día siguiente?

Oh, sí. Esas cosas pasan.

Aproveché y toqué su brazo. Le dije que era broma, que claro que estaría ahí y ambos reímos ligeramente. Se fue con la cuenta y yo esperé.

Regresó y agradeció mi consumo. Me deseó una bonita tarde y agregó,»Que te diviertas. A ver qué hago yo ahorita».

Imagina que te van a fusilar. Que un pelotón te ha pedido que camines de espaldas a ellos para dispararte en la espalda. Caminas lentamente y sientes el entumecimiento de cada músculo desde la nuca hasta las nalgas. Ese es tu cuerpo avisándote que vas a morir. En otras palabras, ese es tu cuerpo enviándote una señal.

A ver qué hago yo ahorita…

Mi cuerpo —caray, mi alma— recibió la señal fuerte y clara.

A partir de ahí todo fue cuesta abajo. Casi dos meses de acoso pasivo me consiguieron una agradable cita en un café cercano.

Una cita en un café cercano con una mesera guapa que conocí en la Navidad.


Fueron muchas salidas a cines y cafés.

No recuerdo ni una sola de todas las películas que me hizo ver.

Recuerdo —eso sí— cada vez que hubo un avance.

Rozar su cuerpo casi sin querer.

Mirarla a los ojos un poco más allá de lo permitido por las relaciones simples que no llevan a nada.

Tomar su mano casualmente y soltarla al poco rato. Como en confianza. Como si no quisiera hacerla mi esposa desde siempre.

Decirle que me muero por besarla y luego besarnos.

Tomar su mano ahora con mayor firmeza. Reírnos juntos de todo ahora en una frecuencia diferente.

Besar su cuello completo. Besar sus hombros.

Hacer el amor como si nunca hubiese existido otra mujer.

Como si en todo el mundo no existiera alguna otra mesera guapa que pudiera conocer en Navidad.

Comimos en la cama y hablamos en ese tono que no es serio pero sí ciertamente solemne. El tono inaugural de los nuevos amantes que ahora se relajan por primera vez en la relación. El tono perfecto para hablar de todo pero que está de más porque ya no es necesario llenar los vacíos.

O mejor dicho, esos vacíos se llenan de forma diferente.

Un día ella se puso una boina y le dije que lucía muy europea. Comenzó a hablar de su familia.

Otro día yo estuve a punto de morir ahogado cuando una palomita decidió atorarse en mi garganta. Comencé a hablarle de aquellos meses en el hospital después del accidente.

Ella y su pasión por el corte y confección.

Yo y mi pasión por los autos.

Su familia, el sueño de Francia, la aventura de su mudanza, el miedo a las motocicletas, el libro que nunca ha terminado de leer pero que siempre tiene a la mano, la amiga que le da dolores de cabeza pero sin la cual no podría vivir, el teléfono que se le cayó en la estación del metro y que tenía los números de sus únicos dos conocidos en la ciudad el año en que llegó.

Mi familia, la fobia a los perros, la carrera trunca y la otra carrera también trunca, mis viajes exóticos y los libros que he leído que no recuerdo muy bien, las noches de bohemia de la juventud, la mariguana y los policias, mi amigo hacker que me ha vuelto un semiprofesional de crímenes en la red, los pepinos con sal y el golpe en mi rodilla izquierda durante mi niñez.

Vivir juntos.

Cosas así.

Y la Navidad volvió a llegar.

Aunque en esta ocasión nos encontró desnudos.

Y juntos.